Aldeas sin vecinos ni coronavirus.
Historias de una pandemia. Galicia más de mil núcleos de población con solo un habitante. Es el caso de Allonca, en A Fonsagrada, donde vive Manolita, a quien el confinamiento casi no ha cambiado sus rutinas. “Me gusta la tranquilidad y no me asusta la soledad ni tengo miedo” asegura. TEXTO Ana González.
Iglesia parroquial de Allonca.
Al fondo, la casa de Xan, en Vilar do Courel
Por su extensa superficie deshabitada, el rural gallego es un refugio idóneo para aquellos que quieren vivir solos. De hecho, la comunidad suma un total de 1.075 aldeas con un único habitante, según los últimos datos del Instituto Gallego de Estadística (IGE), correspondientes a 2019. Para los ermitaños de la Galicia vaciada el confinamiento no es algo nuevo.
Su vida gira alrededor de su casa, de la que solo se escabullen para lo justo y necesario. Es el caso de Manuela Fernández, Manolita para los amigos, la única moradora desde hace veinte años de la aldea de Allonca, en el ayuntamiento lucense de A Fonsagrada.
Se sitúa este núcleo en un enclave boscoso de alisos, castaños y robles, por el que discurre la conocida como Ruta de los Pintores, cuyo nombre deriva de los prestigiosos artistas que nacieron en esta zona.
“Me gusta la tranquilidad, me gusta vivir en el mundo rural”, cuenta a Efe esta mujer de 58 años que conoce también el trasiego de las grandes urbes al haber residido en Barcelona. Se mudó a Allonca hace más de tres décadas, cuando ya no había vecinos, pero se quedó sola en 2000 al fallecer su marido.
Su principal ocupación es la huerta, en la que tiene coliflores, zanahorias, pimientos, tomates, coles de Bruselas y “todo tipo de verduras”. Su día a día “no tiene nada de aburrido”, asegura, ya que hay trabajo “todo el tiempo”, pues también cuida concienzudamente los prados colindantes a su vivienda.
La rutina, la suya, no ha cambiado durante el enclaustramiento, del que reconoce que, aunque “las normas son iguales para todos”, en una aldea “es diferente a las grandes ciudades”, pues goza de terrenos para airearse y se encuentra mucho más “protegida” del virus.
“No me asusta la soledad, ni soy miedosa”, afirma Manolita, que no teme permanecer en un lugar deshabitado. Lo que sí le gustaría es que hubiese mejores infraestructuras y comunicaciones, pues apunta que “internet funciona regular”, aparte de que existen algunas “deficiencias” con la luz y “el teléfono fijo sale muy caro”.
Un paraje montañoso también es el que rodea el lugar de Santoalla do Monte, en el municipio orensano de Petín, donde continúa su vida en solitario Margo Pool, la viuda del holandés Martin Verfondern, muerto a manos de su vecino en 2010. Con 66 años, Margo Pool pasa el día dedicada a sus animales. Perros, gatos, gallinas, un caballo y más de treinta cabras requieren sus cuidados. Ella es la única residente de Santoalla, pero temporalmente la acompaña un voluntario que le ayuda con la granja.
Le encanta vivir en el rural, “de lo contrario, no viviría aquí”, admite en una conversación con Efe. Por ello, solo sale de su aldea para ir a comprar o a hacer otras gestiones necesarias. Para ello va a Petín o al vecino ayuntamiento de A Rúa, algo que le lleva “unos veinte o veinticinco minutos en coche”.
El lugar en el que decidió asentarse en 1997, cuando llegó de Holanda con su marido, está abandonado y las casas del medio centenar de familias que hubo antaño permanecen “en ruinas”. “Aquí no hay problema, sigue todo igual que antes”, cuenta sobre los efectos de la pandemia en su entorno, pues continua su día a día habitual sin notar el encierro. “Me dedico a los animales, a la huerta, a la casa... ¡Aquí hay mucho trabajo!”, relata.
No muy lejos de allí, a unos 50 kilómetros, se encuentra Juan Sánchez, más conocido como “Xan de Vilar” o “el ermitaño do Courel”. El suyo es un caso distinto pero no menos peculiar. Fue durante años el único habitante de la aldea que da entidad a su apodo, un pequeño enclave rodeado de castaños centenarios en el municipio lucense de Folgoso do Courel, aunque ahora tiene dos vecinos.
Xan de Vilar recorrió la sierra do Courel en busca de antiguos objetos característicos de la zona y con ellos construyó en su casa un auténtico museo etnográfico. Carros, arados, telares y otros utensilios de oficios tradicionales forman su legado. “Tengo muchos trastos que ver en estos tiempos”, indica con humor en una charla con Efe.
“Yo estuve siempre aquí, menos dieciséis meses en los que me fui a vivir a A Coruña en 1964”, narra este hombre de 77 años que nació en Vilar do Courel y continúa siendo el guardián de la zona. “Antes limpiaba yo toda la aldea, la tenía bien bonita, pero ahora ya no me dejan las rodillas”, lamenta.
Goza de la energía suficiente, en cambio, para cantar y tocar la gaita. “Aquí hay instrumentos para una banda”, sostiene, ya que tiene saxofones, clarinetes, trompetas, cuatro gaitas, un acordeón, un bombo, cajas, panderetas y flautas.
Su buen hacer con todo el repertorio le viene de familia, pues tuvo muchos tíos músicos. “Algo se queda, hay que tener una raza”, razona, con retranca. El aislamiento social no alteró la tranquilidad de su existencia, pese a que le tocó hacerse la prueba del coronavirus para el estudio epidemiológico puesto en marcha por la Xunta.“Hace cinco años nos empezaron a secar los castaños y ya dije que detrás de los castaños venía una epidemia”, asegura Xan, “creyente” de mitos populares.
Lejos de las aglomeraciones y en permanente contacto con la naturaleza, Xan, Margo y Manolita continúan, sin miedo a la soledad, plantando cara al éxodo rural.